Por más que la fatualidad moderna ruja, eructe todos los exabruptos de su horrenda personalidad, vomite todos sus sofismas indigestos de los que la ha atiborrado hasta la saciedad su filosofía reciente, se cae por su peso que la industria, al irrumpir en el arte, se convierte en su más mortal enemiga, y que la confusión de funciones impide cumplir bien ninguna. (...).
Si se le permite a la fotografía suplir al arte en alguna de sus funciones, éste no tardará en verse suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud.
Es preciso pues que la fotografía cumpla con su verdadero saber, que es ser la sirvienta de las ciencias y de las artes, como la imprenta y la taquigrafía, que ni han creado ni suplido a la literatura. Que enriquezca rápidamente el álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión de la que carecía su memoria, (...); que sea el secretario y fedatario de cualquiera que necesita en su profesión de una absoluta exactitud material. Que salve del olvido las ruinas que se caen, los libros las estampas y los manuscritos que el tiempo devora, (...). Pero si se le permite invadir el dominio de lo impalpable y de lo imaginario, todo aquello por lo que el hombre le añade a su alma, entonces ¡ay de nosotros!
Se que algunos me dirán: "La enfermedad que acabas de explicar es la de los imbéciles. ¿Qué hombre, digno del nombre de artista, y qué verdadero aficionado ha confundido jamás el arte con la industria?". Lo sé, y sin embargo les preguntaré a mi vez si creen en el contagio del bien y del mal, en la acción de las multitudes sobre los individuos y en la obediencia involuntaria, forzada, del individuo a la multitud. Que el artista influya en el público, y que el público incida en el artista, es una ley incontestable e irresistible; además, los hechos, terribles testigos, se puede contar el desastre. De día en día el arte disminuye el respeto por sí mismo, se prosterna ante la realidad exterior, y el pintor se siente cada vez más inclinado a pintar, no lo que sueña, si no lo que ve. (...).
¿Está permitido suponer que un pueblo cuyos ojos se acostumbran a considerar los resultados de una ciencia material como los productos de lo bello no ha disminuido singularmente, al cabo de un tiempo, la facultad de juzgar y de sentir lo que hay de más etéreo y de más inmaterial?
Charles Baudelaire. Salón de 1859.
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